Sunday, August 8, 2010

Divagaciones italianas I. De camino a Milán

Si Nantes, pongamos por caso, o Grenoble –etapas relevantes de una visita a Francia– estuviesen en Italia, es de dudar que merecieran alguna estrella en la Guía Michelin, o aún que tuvieran cabida en ella. Y, viceversa, si Milán se encontrara en cualquier país que no fuera Italia, sería uno de esos santuarios artísticos que atraen a peregrinos de todo el mundo, como Florencia o Brujas.  Pero, al estar en Italia, los tesoros artísticos de Milán pasan forzosamente a un segundo plano; la gente va a la capital de Lombardía de compras, a hacer negocios o, como el que esto escribe, de paso hacia otros lugares del norte de Italia. En cualquier caso, hay que ir. Para hacer un negocio mirífico (¡cuidado!), para comer un risotto, para comprar una camisa y un par de libros o para visitar dos o tres museos de calidad suprema y alguna basílica paleocristiana: pero hay que ir.

Esto va discurriendo el automovilista que, procedente de París, acaba de franquear la galería del Mont-Blanc y se adentra en la serie de túneles que permiten evitar la vieja carretera de Aosta,  piedra de toque de la prudencia y la habilidad del conductor y sepulcro de impacientes. Estos túneles no alteran el paisaje, hacen ganar un tiempo precioso, centuplican la seguridad y son gratuitos : los ecologistas combatieron su construcción con uñas y dientes. La batalla la emprendió en su día el partido radical, que ya defendía estos principios cuando los « verdes » eran apenas una idea que no alcanzaba a ser ni  proyecto. El creador del partido radical fue Marco Panella, hombre alto, distinguido, de larga melena ondeante,  la persona que he conocido que más se merece el calificativo francés de « flamboyant » (él es consciente de ello y, siendo prácticamente bilingüe, estoy seguro de que le encantaría que  dejásemos el término en francés, aunque nunca leerá esto, naturalmente). El partido de Panella, con sus causas justas y sus reivindicaciones absurdas, con las mediatizadas huelgas de hambre de su fundador, que se dividían en varias categorías o grados según estuviera permitido tomarse un « capuccino » por la mañana y un caldo por la noche, o quizás alguna cosa más sólida al mediodía, fue una luz en el sombrío panorama político de la Italia de los años setenta, los años de plomo, dominados por la alianza tácita entre los democristianos y los comunistas. Frente a la « corrección política », que yo creo que se inventó en Italia, las verdades oficiales, las cosas que no se podían decir aunque las supiera todo el mundo, la prosa  plúmbea de unos y la ideología embalsamada de los otros, las intervenciones del partido radical eran como una bocanada de aire fresco en una habitación cerrada desde hacía mucho tiempo, que arrastraba consigo las mentiras, los disimulos y las telarañas de la clase política de aquella época.

Pero todo esto no se pudo nunca plasmar en votos, porque el chantaje electoral al que los dos partidos principales sometían al votante italiano (« tú me votas a mí para que no salgan los otros ») funcionó a la perfección hasta que los jueces de Milán, en lo que se dió en llamar « Mani pulite » -  una operación pensada para liquidar al partido socialista de Bettino Craxi, que se llevó por delante al partido democristiano y, por último, a todo el sistema - pusieron fin sin querer a la farsa. Y Panella, en cuya persona tantas veces se concentraron los reflectores de la popularidad, no dejó de ser un marginal de la política, aunque se habló un momento de nombrarlo ministro de asuntos exteriores en el primer gobierno de Berlusconi. El se lo creyó, si bien Berlusconi no tenía la más mínima intención de incorporar a su gobierno a una persona tan brillante e independiente, y el hecho mismo de que lo creyese – como se infería claramente de sus declaraciones públicas – pone de manifiesto una característica para mí muy atractiva, pero que descalifica a cualquiera para la política: una ingenuidad profunda, sustancial, elegante incluso. De los otros miembros del partido hizo carrera la listísima y preparadísima Emma Bonino, mano derecha de Panella que fue comisaria europea, y alguno, como el ex-alcalde de Roma Rutelli  (haber sido alcalde de Roma es más bien un descrédito, por razones que cualquiera que haya visitado la ciudad en los últimos treinta años entenderá sin dificultad), que cambió de chaqueta con ánimo de medrar, gesto de antigua y arraigada tradición política que en italiano tiene incluso nombre:« trasformismo ».

Recientemente Panella declaró a la prensa – tal vez en ocasión de su octogésimo aniversario – que había sido siempre bisexual. No lo creo, me parece más bien un intento desesperado de mantenerse « à la page ».

Entretenido en esos pensamientos, el automovilista va llegando a Milán. Hay dos vías de entrada a la ciudad, el Viale Certosa y el Viale Zara, que nos llevan, en ambos casos, directamente al centro. Fueron trazadas en una época en que la urbanística no tenía como finalidad obsesiva obstaculizar el tráfico rodado. Pero una vez en el centro deberemos ciertamente dejar el coche en el estacionamiento del hotel, si hemos sido lo bastante avezados para reservar uno con garaje, y desplazarnos a pie o, si acaso, en metro. Veamos lo muchísimo que da de sí Milán.

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