Thursday, December 31, 2009

La Nouvelle vague

“Ce qui m’intéresse n’est pas toujours ce qui m’importe”
Paul Valéry

El pasado mes de enero murió Eric Rohmer. En un film de hace muchos años, el actor americano Gene Hackman decía, “Ayer fui a ver una película de Eric Rohmer: era como ver secarse la pintura”.  Después hemos visto por lo menos dos películas cuyo tema era, efectivamente, el secado de un cuadro. Una era de Víctor Erice, cuya cámara casi inmóvil seguía al pintor Antonio López mientras pintaba un árbol membrillero. Debo decir que esta película me pareció más ágil y dinámica que la que dio fama a su director,  la celebrada “El espíritu de la colmena”.  La otra era de Jacques Rivette y se llamaba, si recuerdo bien, “La belle noiseuse”; esta vez el objeto de la estática atención de la cámara era un desnudo de mujer, el espléndido cuerpo de Emmanuelle Béart. La acción, si puede llamarse así, tiene lugar en una bonita casa de la Provenza - el taller de pintura - a lo largo de cinco días, que es el tiempo que necesita el pintor para darse por fracasado en el intento de repetir una obra maestra que hizo años antes (en la película de Erice el pintor tampoco consigue rematar su obra). Extrañamente, a la salida del cine uno tenía la impresión de que, en efecto, habían transcurrido cinco días desde que entró.

Las películas de Rohmer no son las más lentas, ni siquiera las más aburridas, de los miembros de la “Nouvelle vague”, el grupo de antiguos colaboradores de “Les cahiers du cinéma” que practicaban lo que un gacetillero llamó el “terrorismo crítico” en las páginas de esta revista, y que se pasaron casi todos a la realización. Fieles a un principio revolucionario mucho más antiguo de lo que pretendían derrocar, los de la  “nueva ola” proclamaron su intención de acabar con el cine francés tal y como se entendía entonces, el que llamaban “cine de papá”.  Lo que estaba muy bien, salvo que este cine había dado grandes directores como Claude Autant-Lara, René Clair o Marcel Carné – que todavía estaban en activo -  y un par de genios  como Jean Renoir y Max Ophuls. No creo que ninguna película de la “nouvelle vague” pueda compararse siquiera, no ya con “Les enfants du Paradis” o “La règle du jeu”, sino incluso con obras supuestamente menores como “Touchez pas au grisbi”, de Jacques Becker, o algunas de las películas que nos dejó Jean-Pierre Melville. Pero no es menos cierto que, con el tiempo, los nuevos directores aprendieron a encuadrar mejor las imágenes y a imprimir ritmo a la narración,  y películas como “L’homme qui aimait les femmes” o “La nuit américaine” de Francois Truffaut, o “Atlantic City”, de Louis Malle - con un Burt Lancaster mucho más creíble de pequeño traficante de droga americano que de príncipe siciliano del Risorgimento -pueden figurar sin desdoro en el elenco del cine francés de calidad.

Por escrúpulo de conciencia he vuelto a ver una de las obras más celebradas de Rohmer, “Ma nuit chez Maud”. La película narra la noche que transcurre un intelectual francés de visita en Clermont-Ferrand (que es, como es sabido, la patria de Pascal) en casa de Maud, una mujer libre, divorciada y, al parecer, reacia a desaprovechar el tiempo. El papel de Maud lo interpreta Francoise Fabian, morena turbadora entonces en el apogeo de su belleza, y el protagonista es el excelente Jean-Louis Trintignant. El intelectual, que es católico, está enamorado de una muchacha que acaba de ver en la iglesia, rubia y de aspecto angelical (el físico exactamente opuesto al de Francoise Fabian) y los interlocutores se pasan la noche hablando de Pascal, con gran frustración, legítima, de Maud. La anécdota es menor, aunque maliciosa y con una cierta gracia (luego resulta que la rubia,  que termina siendo la mujer del personaje que interpreta Trintignant, estaba liada con un hombre casado), y la película se deja ver, sin más. Pero los críticos la pusieron por las nubes, viendo en ella una profunda reflexión sobre la “apuesta” de Pascal, plasmada en la posibilidad de elección del protagonista entre dos mujeres. Quizás sí. Lo cierto es que la conversación sobre Pascal no se sale de los lugares comunes que todo francés medianamente cultivado conoce de memoria, o conocía entonces, y lo que sí se trasluce en la película es una de las principales fuentes de inspiración de Rohmer, quiero decir la novela rosa: ¿qué mejor argumento  de novelita cándida que el del hombre que ve a una mujer por primera vez, en misa, y decide casarse con ella? Y es que la pasión del difunto cineasta francés por las historietas sentimentales de un mínimo de densidad – pero con diálogos interminables -  permea toda su obra: recuérdese “Le genou de Claire”, “La collectioneuse”, “Pauline à la plage”, “Le rayon vert”…¡Cuántas ocasiones de aburrimiento, haciendo ver que nos estábamos divirtiendo! ¡Cuántas ruedas de molino tragadas por el público y los críticos, tratando de captar significados esotéricos en historias y diálogos triviales hasta la inanidad!  En fin, hay un remedio a nuestra desorientación crítica y a nuestro orgullo lastimado de intelectuales engañados: vayamos a ver una película de efectos especiales de las de hoy, y cualquier obra de Rohmer, Rivette o Jean-Luc Godard (pero no de Alain Resnais) nos volverá a parecer una obra maestra.

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