Monday, December 27, 2010

"Riña de gatos"

Siempre he pensado que la crítica literaria es una disciplina de elevadísima exigencia, reservada a  especialistas o a escritores que estén en posesión de recursos intelectuales sobresalientes. La gran crítica de libros de los dos siglos precedentes figura por derecho propio en la historia del pensamiento occidental, y críticos como Sainte-Beuve o Ernst Robert Curtius ejercieron una influencia que excedió con mucho del ámbito literario estricto. Algo parecido ocurre hoy en día con Marcel Reich-Ranicki en Alemania. Escritores muy importantes se dedicaron profesionalmente a la crítica literaria, no siempre con resultados convincentes: los ensayos de T.S. Eliot se nos antojan tan falsos como su poesía (me consta que esta opinión les parecerá a muchos una herejía, si no un despropósito), y las lecciones de Nabokov sobre el Quijote dejan la extraña impresión de que el novelista ruso no leyó el libro que comentaba o que, si lo leyó, no entendió nada. Pero da igual: aún limitándola a su función más peligrosa, la de orientar al lector,  la crítica literaria es imprescindible. Viviendo en el extranjero, no he tenido oportunidad de leer todavía ninguna crítica de la última novela de Eduardo Mendoza, "Riña de gatos",  galardonada con el Premio Planeta de 2010, que de esta manera se hace merecedor del calificativo  "prestigioso". Las consideraciones que vienen a continuación no aspiran, desde luego, a la condición de crítica literaria: véase en ellas un simple comentario.

Los críticos actuales parecen prestar menos atención a los elementos  formales de la obra, o simplemente a la corrección del idioma empleado. Muchas veces no se nos dice siquiera si el libro se lee con facilidad, factor a tener en cuenta en nuestra decisión de leerlo. Cierto es que grandes obras de la literatura (pienso ahora en "La muerte de Virgilio" de Broch, o en los ejemplos más clásicos de "Ulysses" o "Finnegan's wake") son de lectura recomendada en Cuaresma, para mortificar la carne, mientras que uno de los libros peor escritos que he leído en español, "Antes que anochezca" de Reinaldo Arenas, es una obra maestra cuya fuerza y eficacia  obligan a leerla de un tirón. La legibilidad, precisamente, ha sido siempre uno de los rasgos característicos de la escritura de Mendoza, asentada en un dominio casi absoluto de la lengua; en "Riña de gatos" la historia fluye ininterrumpidamente, sin que nos demos cuenta apenas de los  cambios de ritmo, que los hay (sobre todo a mitad de la novela) y de alguna pérdida de intensidad. El conocimiento del castellano del autor y la elegancia con que maneja la lengua, sin forzamientos ni artificiosidades de estilo, hacen que sus libros sean ideales, por ejemplo, para los extranjeros que deseen aprender el español o mejorarlo sin morirse de aburrimiento en el empeño.

No quiere decir esto que en la novela que nos ocupa no haya descuidos estilísticos. Pienso particularmente en un empleo abusivo y con frecuencia injustificado de los adjetivos. La norma literaria contraria a la utilización excesiva de los adjetivos se origina, creo, en Hemingway y sus acólitos. Es una norma que, como tantas otras, hay que aplicar cuando convenga sin tomarla demasiado en serio. Hemingway, que recibió la directiva de la ilegible Gertrude Stein - aunque otros dicen que se la aconsejó Ezra Pound - escribió novelas estupendas sin adjetivos al comienzo de su actividad literaria y novelas muy mediocres, también sin adjetivos, al final de su vida. Pero es verdad que los adjetivos y los adverbios deberían, ante todo, transmitir información y no hacer hincapié en cosas sabidas, ni dar indicaciones inútiles. ¿Les dice algo la expresión "Los ingenuos placeres de una infancia irremediablemente perdida"? ¿Es necesario que el busto de Beethoven sea "blanco y taciturno" (entendiéndose por taciturno "melancólico", supongo, porque no se sabe de bustos que sean parlachines)? . En fin, no es un defecto importante pero a veces desmerece de las descripciones, excelentes como siempre en las novelas de nuestro autor.

Otro aspecto problemático tiene que ver con los diálogos. Aparte de que varios personajes se expresan de la misma manera, cosa que no ocurre en la vida real, a veces su habla es muy poco coloquial. El protagonista, que es inglés, le pregunta a la policía "¿Puedo inquirir el motivo de mi presencia en este lugar?"; una señorita afirma tener "razones muy poderosas que avalan mi ruego"; el inglés, decididamente redicho, informa a la señorita de que "poderosos factores emocionales interfieren en el proceso". Se diría casi una terminología de instancia elevada a una autoridad "cuya vida guarde Dios muchos años", como se escribía antes. En todo caso  así no habla nadie si no es en clave paródica, y ésta es quizás la respuesta: yo creo que Mendoza ve la escritura, la literatura y la vida misma en clave paródica. Y lógicamente las situaciones de sus novelas, los personajes y el lenguaje que emplean son parodias de la realidad.

Tratándose de novelas, las peores críticas son las que más información dan sobre el argumento. La trama de "Riña de gatos" posee suficientes elementos de intriga para que el interés no decaiga un instante, y también para que nos abstengamos de referirla en detalle. El protagonista es un inglés, especialista en el arte del siglo de oro español, que viaja a Madrid en 1936 comisionado por un aristócrata  que requiere sus servicios en relación con un misterioso cuadro de Velázquez - las digresiones sobre Velázquez son interesantísimas, y saben a poco -, naturalmente con segundas intenciones que, a medida que avanza la historia, se van adivinando sin excesiva dificultad. El inglés, además de hablar un español que desafía la verosimilitud, como hemos dicho, parece irremediablemente tonto, al igual que otros protagonistas mendocianos, y al mismo tiempo no sale demasiado mal parado de la historia y se acuesta con todas las mujeres, menos una o dos, que aparecen en la novela. Tan tonto no será, dirán ustedes. Quizás no, efectivamente, tanto más cuanto que de inglés el protagonista tiene muy poco  (le falta entre otras cosas la íntima convicción, común a todos los ingleses de su clase social - y aún más en los años treinta del siglo pasado - de que los extranjeros,  y muy señaladamente los europeos del sur, pertenecen a una especie animal distinta), hasta el punto de que  pudiera verse más bien como el yo narrante del escritor. Los personajes femeninos son complejos y están muy bien concebidos,  y el mundo de la prostitución y el hampa está perfectamente descrito, como en casi todos los libros de Mendoza, y ofrece algunas de las escenas más convincentes de la novela.

En un excelente artículo publicado en La Vanguardia de Barcelona podía leerse que el propósito de "Riña de gatos" es denunciar a los responsables del clima de violencia e inseguridad que condujo a la guerra civil, y que estos responsables fueron los falangistas. Yo diría que no es esta  una novela histórica, sino una novela en la que aparecen personajes históricos. La atribución de responsabilidad no está muy bien definida, aunque varios personajes califican de botarate  a José Antonio Primo de Rivera y de pandilla de señoritos irresponsables a sus seguidores. En realidad el autor  da una imagen un poco tópica de José Antonio, pero no antipática, y  queda bastante claro que los responsables de la guerra fueron los que la declararon, o sea los militares. A quienes sí se exime de  responsabilidad es a los hombres de la República, como se infiere de la siguiente valoración, que en el marco de la narración no viene muy a cuento y parece incluso una apostilla: "el Gobierno de derechas que precedió al actual hizo lo que pudo para invalidar los logros laborales alcanzados hasta el momento y reprimió la agitación con inusitada brutalidad. Hoy el Frente Popular trata de reconducir la situación pero choca con obstáculos formidables: la oposición... torpedea en el Parlamento el programa de reforma social del nuevo Gobierno, mientras las poderosas fortunas españolas maniobran en las bolsas europeas para provocar...el hundimiento de la economía. La Iglesia y la prensa, mayoritariamente en manos de la derecha, agitan la opinión y siembran el pánico...". Esta es la versión por así decir  oficial  de la oposición a Franco, y todos la repetimos y sostuvimos en su día porque era lo justo en aquellas circunstancias. Pero ahora quizás convenga matizar un poco más cuando se habla de aquella época.

La descripción de los personajes históricos es desigual. De los militares, Franco pasa como una sombra, de Queipo de Llano se da la imagen proverbial del espadón decimonónico - también el sacerdote de los duques, en la narración de Mendoza, es un arquetipo de los curas broncos y ultramontanos de las guerras carlistas -  y el único que merece una atención más personal es Mola, uno de los máximos responsables del golpe militar y de la política represiva que lo siguió, de quien se cuenta  que escribió un tratado de ajedrez. Los gobernantes republicanos reciben en general un trato más de favor, como hemos visto, pero nada justifica la imagen de intelectual afable con que se presenta a Manuel Azaña, aquel hombre profundamente civilizado pero soberbio y resentido que nos describen todos los testimonios contemporáneos y nos hacen ver los diarios que escribió.

La trama del cuadro de Velázquez se va deshilachando  a medida que avanza la narración, las historias amorosas se zanjan a la manera clásica y al final la peripecia gira básicamente en torno  a la situación española, la tragedia que se avecina. El escritor remata el relato con una sorpresa  propia de novela policíaca o de espionaje que requiere la suspensión de toda facultad crítica, como ocurre casi siempre con estas novelas. El dato inesperado, que concierne a la persona de José Antonio, no añade nada a la narración y parece casi un subterfugio del autor en el momento de pánico que me imagino  acomete a los novelistas a la hora de dar término a la obra. Es una solución tanto más innecesaria cuanto que la historia de España nos conduce por si sola al desenlace,  y la detención de José Antonio, que nosotros sabemos representa el fin de su trayectoria vital, aunque los personajes de la novela no puedan saberlo, ofrece un final más que adecuado a la aventura, con la inminencia de la guerra como telón de fondo.

Según el diccionario, la crítica es un juicio o conjunto de juicios sobre una obra literaria, artística, etc. O sea que no es necesario que una crítica literaria señale errores o imperfecciones en la obra que se juzga, aunque si no los señala parece incompleta o, lo que es peor, de encargo. En nuestras observaciones hemos apuntado a algunos posibles defectos de "Riña de gatos" que, a veces, parecen denotar incluso una cierta precipitación en la escritura: pero si el lector no saca en conclusión que la novela de Mendoza es uno de los libros más interesantes publicados en el año 2010, y no solamente en lengua española, ello querrá decir que el objetivo de la presente reseña no se ha cumplido, por torpeza del reseñador. Ya me parecía a mí que para crítico literario no sirvo.
 

Sunday, September 26, 2010

Viaje a Italia - Lago de Garda

"Solían encontrarse en lo alto del torreón" , me dice el dueño del restaurante; "pero estaban juntos muy poco tiempo, apenas una hora". En el jardín se alza, efectivamente, una especie de torre de vigía bastante alta,  cuyos cimientos bañan las aguas del lago.  Mussolini se desplazaba casi a diario a Gardone Riviera, donde estamos ahora, para ver a Claretta Petacci en la Villa Fiordaliso, en cuyo restaurante  acabamos de comer una sabrosa anguila frita del lago de Garda.

El 25 de julio de 1943 Mussolini fue destituído de su cargo de primer ministro por el rey Víctor Manuel III: la noche anterior había perdido una votación del Gran Consejo Fascista, lo que equivalía a un voto de censura para su dirección de los asuntos del Reino y, sobre todo, de la guerra, que él había querido y que fue  un desastre sin paliativos para las tropas italianas. Mussolini había pedido  audiencia al rey para comunicarle su intención de formar un nuevo gobierno y, probablemente, disolver el Gran Consejo, que hasta entonces había sido un remedo ridículo de asamblea deliberante, un conjunto de figurones sin dignidad como son las instituciones legislativas o consultivas de los regímenes autoritarios. Pero en esta ocasión sus miembros se comportaron, por primera y única vez, como hombres libres y el régimen fascista se vino abajo. Mussolini, que aquella mañana había entrado en palacio como primer ministro y todopoderoso "Duce" de Italia, salió al cabo de unas horas y fue detenido al pie de la escalinata del edificio: ni siquiera llegó  a pisar  la calle. Mientras el rey le aseguraba su amistad eterna con palabras conmovedoras, los cortesanos habían avisado a la policía.

Es muy conocida la historia de la liberación posterior de Mussolini - que había sido recluído en un chalet de alta montaña en el "Gran Sasso", en el centro de Italia -  por los comandos aerotransportados del capitán Otto Skorzeny (que muchos años más tarde tuvo una oficina de "ingeniería" en la calle Arenal de Madrid, donde yo le ví alguna vez: desde esta oficina se contrataba como instructor de las milicias palestinas). La operación de los comandos fue muy celebrada, aunque nadie dijo entonces que las tropas italianas encargadas de custodiar al "Duce" habían recibido a los alemanes descorchando botellas de champán. En todo caso, Mussolini fue trasladado a Alemania y, desde allí, Hitler le devolvió a Italia como presidente de la nueva República Italiana, cuyo territorio estaba completamente ocupado por las tropas alemanas. No pudiendo instalarse en Roma por razones de seguridad, el nuevo gobierno ocupó una serie de hoteles y edificios a orillas del lago más grande de Italia, en las cercanías de Salò, ahora agradabilísimo pueblo de veraneantes, limpio, elegante y sin demasiados turistas. Y el régimen renacido, que oficialmente se denominó "Repubblica Sociale Italiana", ha quedado en los libros de historia como la "República de Salò".

El lago de Garda es el mayor de los lagos de origen glaciar del norte de Italia, y está situado en la mitad, aproximadamente, del arco alpino. Las dos ciudades más cercanas son, al sudoeste, Brescia y al sudeste, Verona, que forman con el lago un triángulo mágico (el lago mismo tiene forma triangular, con su vértice al norte) en el que gozar lo que los franceses llaman "la douceur de vivre", aunque la historia que relatamos ahora y que tuvo lugar en estos parajes se parezca más bien al "cuento narrado por un idiota, lleno de estruendo y de furia, sin significado alguno", que era la vida para Macbeth. Las riberas oriental y occidental del lago son escarpadas, con poco espacio para la habitación humana, pero muy distintas entre sí: la occidental fue colonizada a finales del siglo XIX por austríacos y alemanes, que construyeron villas suntuosas y crearon un nuevo paisaje plantando variedades exóticas y lujuriantes, que aquí crecen perfectamente porque este lugar privilegiado disfruta, entre otras cosas, de un microclima que lo protege de las inclemencias del tiempo. En la parte oriental las orillas están habilitadas  como playas, estrechas pero suficientes, que en  verano y en los fines de semana frecuenta un público menestral, distinto del de los lujosos hoteles de la otra ribera. La parte meridional es plana y en ella se ha instalado  la red de pequeñas y medianas empresas que hacen del norte de Italia una de las regiones más ricas de Europa, aunque subsisten rincones encantadores como la península de Sirmione, patria de Catulo un poco estropeada por el turismo.

Al término de la primera guerra mundial los italianos expropiaron las villas de los que habían sido sus "enemigos" austríacos y alemanes (y también de algún suizo, aprovechando la confusión) y se instalaron en ellas, o las dedicaron a hoteles, que todavía existen. En uno de esos chalets, adyacente casi a la Villa Fiordaliso pero situado en la ladera de la montaña, vivió sus últimos años Gabrielle d'Annunzio, a quien el Estado  cedió la vivienda confiscada a un señor alemán que había vivido en ella muchos años sin ejercer ninguna actividad ilícita ni molestar a nadie. D'Annunzio se quedó con la casa y el mobiliario (y una rica biblioteca de libros de arte) y montó en el jardín una especie de parque de atracciones, con un teatrito, un pabellón de cuyo techo está colgado el avión con el que se distinguió en la gran guerra y el casco de un barco, cuyo traslado e instalación allí debieron de costar una fortuna: pero hacía tiempo que las facturas del poeta corrían por cuenta del erario italiano. Todo esto se visita, desde luego; es un museo no desprovisto de interés, pero polvoriento y melancólico. Finalmente los dioses fueron clementes con D'Annunzio, haciéndole morir antes de que pudiera presenciar la catástrofe que desencadenó su amigo y protegido/protector Mussolini y que puso fin a su mundo.

Mussolini se instaló en la villa Feltrinelli, que es probablemente la más elegante del lago. Está en Gargagno, un pueblecito situado  a unos 20 kilómetros de Gardone Riviera. Para llegar a Gargagno hemos de pasar por Maderno, donde merece la pena detenerse un momento para ver la deliciosa iglesia románica de Sant'Andrea; después de la visita a la villa Feltrinelli, podríamos ir hasta Limone del Garda, con sus casas venecianas y los limoneros que le han dado nombre, y , subiendo un poco más, llegaríamos al extremo norte del lago, a Riva del Garda, lugar predilecto de escritores como Goethe, Stendhal o Nietzsche, que allí no encontró la paz que buscaba, aunque tampoco la habría encontrado en cualquier otro sitio.

El hotel Villa Feltrinelli no está abierto a los visitantes, pero se puede ir a comer al restaurante y pasearse por  los salones, que se han conservado como antes de la guerra y son de un estilo "art nouveau" refinado y opulento. La parte del hotel que prefiero (y he leído en alguna guía que esta preferencia está bastante compartida) son los excusados. En las mesitas bajas y las repisas de las chimeneas hay fotografías de los clientes célebres: al comienzo de la primera guerra mundial desapareció la del Kaiser y al final de la segunda la de Mussolini, naturalmente.

En este lugar paradisíaco Mussolini vivió los meses más miserables de su vida, rodeado de espías alemanes, en compañía de su mujer que le sometía a escenas constantes de celos, escapándose para ir a ver a una amante a la que en realidad ya no quería y que no podía probablemente satisfacer. Y presenciando impotente la ruina de todo lo que había intentado construir y, lo que es peor, una ruina de la que él era el culpable principal. La farsa más cruel de todas fue quizás la última. Para Mussolini y los fascistas que le fueron fieles, la República Social Italiana tenía que ser como una segunda oportunidad, una recuperación de los ideales más puros, un cumplimiento de la "revolución pendiente" (a los españoles de una cierta edad esto debe de sonarles familiar). Todas las leyes y directrices adoptadas en el año y pico que duró la República de Salò, y que, por los efectos que tuvieron, no valían ni el papel en el que fueron escritas, eran de claro matiz socialista, desde normas extremadamente favorables al movimiento obrero hasta nacionalizaciones de toda laya pasando por disposiciones  de un populismo absurdo, como la transformación de todos los restaurantes de Milán en comedores populares - aunque también hubo leyes raciales repulsivas.  Mussolini debió de pensar un momento que volvía a ser el joven maestro socialista de sus comienzos.


Curiosamente, muchos jóvenes que no habían tenido nada que ver con el movimiento fascista se sintieron atraídos por lo que ellos veían como una romántica empresa de salvación de Italia y fueron a engrosar las filas de los que después serían llamados "repubblichini" (para no llamarles "republicanos"). Pero todo era falso, todo era mentira y  aquellos jóvenes engañados acabaron haciéndose milicianos y cometiendo atrocidades, o murieron fusilados por los comunistas. Algunos de los supervivientes adquirirían notoriedad después, y sus nombres no dejan de sorprendernos: Marcello Mastroianni, el premio Nobel Dario Fo, Ugo Tognazzi, Giorgio Albertazzi. Sin movernos del mundo del espectáculo podríamos citar a una pareja muy popular del cine de entonces, Luisa Ferida y Osvaldo Valenti, aunque estos se trasladaron al norte por el intento (fallido) de la industria cinematográfica italiana de instalarse en Venecia. Ferida y Valenti acabaron fusilados por los partisanos comunistas, que más tarde justificaron su delito afirmando que la pobre Luisa contribuía a las sesiones de tortura a que eran sometidos los partisanos capturados bailando desnuda delante de ellos, para hacerlos sufrir más. Aparte de que muchos aceptaríamos ser atormentados de esta manera, he aquí un hermoso ejemplo del respeto de los comunistas por la verdad.

Los meses en Salò fueron pues para Mussolini un periodo de inactividad, frustraciones y humillaciones. Los alemanes no le dejaron tomar ninguna iniciativa de importancia, e incluso se vio obligado a ratificar el fusilamiento en Verona de su yerno, Galeazzo Ciano, que había participado en la fatídica sesión del Gran Consejo y había votado contra su suegro. Ciano, a quien todos tenían por un señorito inútil, demostró personalidad y carácter en esta ocasión y también visión política, porque fue contrario a la entrada en guerra desde un principio, y esto le costó primero el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores y después la vida. Otros cuatro miembros del Gran Consejo fueron fusilados con él, uno porque era completamente sordo y en la sesión creyó que se estaba votando en favor de Mussolini;  otro se presentó voluntariamente al juicio, pensando quizás que vivía en un estado de derecho. Es posible que fueran los alemanes los que impusieron este final, aunque los fascistas también reclamaban la cabeza de los "traidores".

Harto ya de hacer de marioneta, o quizás incitado por algunos fascistas que proponían la idea delirante de hacerse fuertes en un último reducto en el valle de la Valtellina, y allí defenderse hasta un hipotético armisticio (que ellos mismos sabían imposible) o perecer como Leónidas y sus espartanos, Mussolini se trasladó a Milán para ir después hasta el lago de Como, desde donde pensaba que podría refugiarse en Suiza. Pero este es otro lago, y otra historia.

Sunday, August 8, 2010

Divagaciones italianas I. De camino a Milán

Si Nantes, pongamos por caso, o Grenoble –etapas relevantes de una visita a Francia– estuviesen en Italia, es de dudar que merecieran alguna estrella en la Guía Michelin, o aún que tuvieran cabida en ella. Y, viceversa, si Milán se encontrara en cualquier país que no fuera Italia, sería uno de esos santuarios artísticos que atraen a peregrinos de todo el mundo, como Florencia o Brujas.  Pero, al estar en Italia, los tesoros artísticos de Milán pasan forzosamente a un segundo plano; la gente va a la capital de Lombardía de compras, a hacer negocios o, como el que esto escribe, de paso hacia otros lugares del norte de Italia. En cualquier caso, hay que ir. Para hacer un negocio mirífico (¡cuidado!), para comer un risotto, para comprar una camisa y un par de libros o para visitar dos o tres museos de calidad suprema y alguna basílica paleocristiana: pero hay que ir.

Esto va discurriendo el automovilista que, procedente de París, acaba de franquear la galería del Mont-Blanc y se adentra en la serie de túneles que permiten evitar la vieja carretera de Aosta,  piedra de toque de la prudencia y la habilidad del conductor y sepulcro de impacientes. Estos túneles no alteran el paisaje, hacen ganar un tiempo precioso, centuplican la seguridad y son gratuitos : los ecologistas combatieron su construcción con uñas y dientes. La batalla la emprendió en su día el partido radical, que ya defendía estos principios cuando los « verdes » eran apenas una idea que no alcanzaba a ser ni  proyecto. El creador del partido radical fue Marco Panella, hombre alto, distinguido, de larga melena ondeante,  la persona que he conocido que más se merece el calificativo francés de « flamboyant » (él es consciente de ello y, siendo prácticamente bilingüe, estoy seguro de que le encantaría que  dejásemos el término en francés, aunque nunca leerá esto, naturalmente). El partido de Panella, con sus causas justas y sus reivindicaciones absurdas, con las mediatizadas huelgas de hambre de su fundador, que se dividían en varias categorías o grados según estuviera permitido tomarse un « capuccino » por la mañana y un caldo por la noche, o quizás alguna cosa más sólida al mediodía, fue una luz en el sombrío panorama político de la Italia de los años setenta, los años de plomo, dominados por la alianza tácita entre los democristianos y los comunistas. Frente a la « corrección política », que yo creo que se inventó en Italia, las verdades oficiales, las cosas que no se podían decir aunque las supiera todo el mundo, la prosa  plúmbea de unos y la ideología embalsamada de los otros, las intervenciones del partido radical eran como una bocanada de aire fresco en una habitación cerrada desde hacía mucho tiempo, que arrastraba consigo las mentiras, los disimulos y las telarañas de la clase política de aquella época.

Pero todo esto no se pudo nunca plasmar en votos, porque el chantaje electoral al que los dos partidos principales sometían al votante italiano (« tú me votas a mí para que no salgan los otros ») funcionó a la perfección hasta que los jueces de Milán, en lo que se dió en llamar « Mani pulite » -  una operación pensada para liquidar al partido socialista de Bettino Craxi, que se llevó por delante al partido democristiano y, por último, a todo el sistema - pusieron fin sin querer a la farsa. Y Panella, en cuya persona tantas veces se concentraron los reflectores de la popularidad, no dejó de ser un marginal de la política, aunque se habló un momento de nombrarlo ministro de asuntos exteriores en el primer gobierno de Berlusconi. El se lo creyó, si bien Berlusconi no tenía la más mínima intención de incorporar a su gobierno a una persona tan brillante e independiente, y el hecho mismo de que lo creyese – como se infería claramente de sus declaraciones públicas – pone de manifiesto una característica para mí muy atractiva, pero que descalifica a cualquiera para la política: una ingenuidad profunda, sustancial, elegante incluso. De los otros miembros del partido hizo carrera la listísima y preparadísima Emma Bonino, mano derecha de Panella que fue comisaria europea, y alguno, como el ex-alcalde de Roma Rutelli  (haber sido alcalde de Roma es más bien un descrédito, por razones que cualquiera que haya visitado la ciudad en los últimos treinta años entenderá sin dificultad), que cambió de chaqueta con ánimo de medrar, gesto de antigua y arraigada tradición política que en italiano tiene incluso nombre:« trasformismo ».

Recientemente Panella declaró a la prensa – tal vez en ocasión de su octogésimo aniversario – que había sido siempre bisexual. No lo creo, me parece más bien un intento desesperado de mantenerse « à la page ».

Entretenido en esos pensamientos, el automovilista va llegando a Milán. Hay dos vías de entrada a la ciudad, el Viale Certosa y el Viale Zara, que nos llevan, en ambos casos, directamente al centro. Fueron trazadas en una época en que la urbanística no tenía como finalidad obsesiva obstaculizar el tráfico rodado. Pero una vez en el centro deberemos ciertamente dejar el coche en el estacionamiento del hotel, si hemos sido lo bastante avezados para reservar uno con garaje, y desplazarnos a pie o, si acaso, en metro. Veamos lo muchísimo que da de sí Milán.

Monday, May 10, 2010

Turner

En el Grand Palais de París se expone una parte de la obra del pintor inglés Turner, acompañada de varios cuadros de pintores contemporáneos suyos, o que influyeron en él. La exposición no es muy amplia pero deja ver bastante bien la evolución pictórica de Turner, que empezó pintando paisajes como Gainsborough y acabó haciendo composiciones impresionistas, treinta años antes de “Impression, soleil levant” de Monet.

Con los años, la luz que Turner no encontraba en su Londres natal y tuvo que ir a buscar al extranjero fue ocupando un espacio cada vez más importante en su obra. La luz, que hasta entonces había permitido a los pintores delinear con más precisión los objetos, perfilar mejor las imágenes, en los cuadros de Turner fue devorando las formas y desdibujando los perfiles hasta que, en sus últimos paisajes, la tierra y la hierba de los prados  no son más que manchas de color y los árboles fantasmas de contornos difuminados, como si el sol le diera en los ojos  mientras pintaba. La luz de Turner nos da una Venecia blanca, que no vieron Canaletto ni Guardi, y alguna marina turbulenta y caótica, ya muy cercana al arte abstracto. Es un pintor fascinante, y es sorprendente la buena acogida que tuvo entre el público de su tiempo  (estamos hablando de la primera mitad del siglo XIX).

En la Inglaterra ya mercantilizada de su época los pintores no dependían exclusivamente de las comisiones de cuadros de tema religioso o de retratos de las familias aristocráticas, como en otros países de Europa, y Turner abrió una galería, o sea una tienda, en la que ofrecía sus obras a la venta; y así se ganó la vida. En el Ashmolean Museum de Oxford hay una curiosa pintura de George Jones en la que se ve a Turner en su galería, mostrando los cuadros a los eventuales clientes. Sabemos pues que tuvo bastante éxito en vida (es decir, que había un público preparado para sus atrevimientos) y que suscitó la emulación de sus contemporáneos.

En la exposición de París hay un cuadro extremadamente interesante de uno de sus principales rivales, el gran Constable. Como tantas veces ocurre entre artistas, la visión de los cuadros de Turner hizo entrar en crisis a Constable, que empezó a dudar de su propia pintura. Para hacer ver al mundo en general, y sobre todo a sí mismo, que seguía siendo el más grande, decidió demostrar que su paleta era tan variada y sutil como la de su competidor en un cuadro que presentaría a la exposición de la Royal Academy. Es el titulado “Inauguración del puente de Waterloo”, uno de los fracasos más estrepitosos de la pintura universal, como podemos ver en el Grand Palais. Lo que quiere ser una manifestación de riqueza cromática y de arte combinatoria no es más que un revoltijo de colores mal elegidos, el desperdicio de una técnica pictórica de primer orden como fue la de Constable. Turner presentó a la misma exposición una marina a primera vista modesta, pero de una elegancia y una delicadeza aéreas, que también figura en la muestra de París.

Quiere la leyenda que, a la vista del desbarajuste de colores de Constable, Turner añadiera irónicamente una mancha de rojo en la parte baja de su cuadro, a la que después dio forma de boya. Constable comentó, despechado: “No es más que vapor y luz”. Así es.

* * * *

Saturday, April 24, 2010

Pierre Boulez

Pierre Boulez ha dicho que “la música de Erik Satie huele a pipí de gato”.  Pierre Boulez no sólo detesta a Satie: empezó rechazando a los músicos del siglo XX que no compusieran exclusivamente música dodecafónica (el prefiere el término “serial” porque lo encuentra menos elitista), y cuando aún era estudiante en el conservatorio adquirió notoriedad encabezando una ruidosa protesta  durante un concierto de Stravinsky en París, por entender que  la música del periodo neoclásico del genio ruso era una afrenta a la modernidad. Pronto su iconoclastia se hizo extensiva a  los compositores del siglo XIX y, después de repudiar a “tutti quanti”, desde Schubert hasta Brahms, percatándose de que, en fin de cuentas, la música atonal se remonta casi a comienzos del siglo XX, es decir que es tan vieja como Strauss, Debussy o Puccini, cerró el círculo proclamando que Alban Berg era un cursi y que “Schoenberg ha muerto”. Para premiar quizás sus audaces pronunciamientos, las autoridades  le confiaron varios cargos de responsabilidad en el mundo musical; erigido en  autócrata de la música francesa, su acción se caracterizó por la arbitrariedad y el sectarismo más absolutos y aún hoy debe de ser una de las personalidades más odiadas en los círculos intelectuales del país vecino. No es de extrañar que se fuera a residir permanentemente a Alemania y que, abandonando toda veleidad de poder, se dedicase a lo que sabe de verdad, o sea interpretar o componer música.

Como director de orquesta las versiones de Boulez han sido muy criticadas,  pero a mí, aficionado sin pretensión ninguna de ciencia musical, me gustan sobremanera y como yo deben de pensar muchos, porque sus discos tienen gran difusión y las salas en las que dirige rebosan siempre de público. Con la batuta en la mano prescinde de todo ademán romántico o expresión extática, y su gesticulación es tan contenida, y su cara tan impasible, que diríase un cajero de banco contando los billetes para un cliente dudoso. Es una actitud deliberada, claro está: se trata de hacer ver que, sin llegar a despreciar la música que interpreta, por lo menos es inmune a cualquier sugestión de complacencia sensual. ¿No dijo en una ocasión que el placer de los sentidos es un efecto apenas secundario de la música?  También dijo que hay que destruir todo el arte (no solamente la música) del pasado: la contradicción con su “modus vivendi”, y con su vida misma, es tan palmaria que no sé si la habrá podido resolver con  la dialéctica marxista, en el supuesto de que le importe un bledo.

En cuanto a sus composiciones, de estructura rígidamente atonal y de severidad sin concesiones, digamos que si hubiera que elegir entre toda su obra y una cualquiera de las piezas para piano de Erik Satie, incluso las más exiguas y minimalistas, la elección ya está hecha, sin pensarlo ni un momento.

AUDIO: Erik Satie - Pièces froides

                                                    oooo0000oooo